En el fortín revienta la esposa, estalla en miembros que se esparcen por el aíre, que se dividen en etéreos crepúsculos de temperaturas corporales y que levitan. Cada pieza guarda su memoria.
La epidermis recuerda instantes de ahogos contenidos, respiraciones confusas que olvidan su intención: el deseo. El cuerpo arde, se quiere salir de sí mismo hacia un espacio prohibido, ajeno, externo, extremo que le hará olvidar que es cuerpo. Una danza volcán que explota en represiones de besos no besados, de lenguas que antes de entrar entraron, en manos que luchan sin objetivos concretos, restregando la piel por los cantos urbanos que saciarán su lucha.
Los pies, retenidos contra un muro invisible que se hacía presente sin existir, que guardaba la violencia del puño que rompía en cada mirada cubierta por párpados, un fragmento más, que pasaba la luz sin calentar, que no servía porque era un agujero falso donde se mostraba fuera, lo que era una pintura artificial, un decorado de cine mudo.
Los ojos opacados, las retinas hundidas, la pupila bella pero que el ojo nunca ve. Estallar hacia dentro, romper la mirada unidireccional mientras aras la tierra convertida en pedregal.
Las uñas gastadas de arañar las rocas de granito para llegar a las yemas, para sentirlas vivas, para comprobar que siguen latiendo.
Reventar el fortín, reventar un cuerpo diminuto que no contiene la pasión abortada, reventar en una piel frágil que no aguanta el deseo, reventar en amores gastados que no volverán, reventar en los días caducados, en tu tiempo de nadas absolutas que ya no te recuerdan, reventar en poros abiertos que expulsan lo no vivido, lo que huele a azufre y envenena el bosque y lo cubre de muerte y oxígeno.
Reventar, respirar.